si te dicen que hace mal
Publicado por
@SUSUVAR
Me llovía encima como si yo fuera el viejo Noé y mi bicicleta, recién aceitada, un arca imaginaria que debía salvarme del desastre.
Pero yo no quería que me salvara. Todos amábamos aquel diluvio. Podés imaginarte una diversión mejor?
Un largo camino de tierra entre dos campos interminables
que se amamantaban del cielo y nosotros, ciclistas apasionados, avanzando
bajo una lluvia torrencial. Parado sobre los pedales para mantener el
equilibrio, el agua me chorreaba por todas partes. Mis compañeros, atrás y
adelante, compitiendo por no caerse y, casi sin darnos cuenta, ellos y yo
tratando de ver quien era más feliz. De pronto, Zas!, uno al suelo y los
demás no podíamos seguir de tanta risa. Entonces girábamos alrededor del
caído para festejar mejor, gritando a voz en cuello la alegría de aquella
tarde. A todos nos tocó el turno de revolcarnos una y otra vez en el barro.
Y cuando conseguíamos que amainara un poco la risa, continuábamos con más
fuerza en medio de aquella líquida cortina de vida. Pero a mi me gustaba
quedarme unos instantes acodado en la blandura del camino, disfrutando
intensamente mientras las ruedas de mi bicicleta giraban locas reflejándose
en los charcos. Veinte kilómetros para llegar a casa. Habíamos salido en una
hermosa mañana de sol. Todo el día resultó divertido. Pero el momento que se
volvió eterno, sin embargo, fue ese regreso impredecible. Una mezcla húmeda
de asombro y deslumbramiento embelleció unas horas que nunca serán pasado;
porque descubrí que mis amigos y yo éramos una sola cosa con el agua y con
la tierra, con el pasto y con el cielo. Pura alegría. Todavía siento aquella
extraña y saludable sensación de abrazarme con el universo. Cada vez que
toco mi vieja bicicleta, me doy cuenta que estoy chapoteando carcajadas. Y
me parece que eso pasa porque aquella tarde gloriosa todos estuvimos mucho
más despiertos de veras; más conscientes de lo que significa, realmente,
vivir.