Buenos Aires, enero de 1976.
Pasamos unos días con Eduardo y mis hijos. Escribo tristezas. Una noche se las muestro a Eduardo. Él las aparta con una mueca:
–No tenés derecho –dice. Me enojo.
–¿Cómo que no?
Y Eduardo me cuenta que el viernes bajó a comprar jamón y salame a la fiambrería de la esquina de su casa. La fiámbrera es una gorda que pasa los días cortando embutidos en rodajas, haciendo paquetes, sacando cuentas, cobrando; atiende el negocio sola y cuando llega la noche y cierra la cortina metálica, siente agujas en los ríñones y en las piernas. Eduardo esperó su turno, pidió y pagó. Entonces vio que bajo el cajoncito de la caja había un libro abierto que la fiambrera leía de refilón mientras trabajaba. Era un libro que yo había escrito.
–Ya lo leí varias veces –dijo la fiambrera–. Lo leo porque me hace bien. Yo soy uruguaya, ¿sabe?
Y ahora Eduardo me dice: “No tenés derecho”, mientras hace a un lado las cositas lastimeras, quizás mariconas, que yo escribí en estos días.
Días y noches de amor y de guerra