Guizmo, su ayer y su hoy

Escrito por
@KOPSI

03/08/2005#N6292

0 Actividad semanal
6 Visitas totales

Comúnmente se dice que el perro es el mejor amigo del hombre, el que da cariño aunque no reciba nada a cambio. Leal, fiel, compañero.
Guizmo es el nombre de nuestro perro. Mezcla extraña de pekinés y fox terrier, con rasgos de ambas razas, pero sin definición de ninguna en particular.
En realidad, mi hija y yo habíamos decidido llamarlo Benjamín, por ser el más pequeño de la casa, pero cuando vimos su carita, tan parecida al personaje de una película, antepusimos este nombre. Sí, se llama Guizmo Benjamín porque, a fin de cuentas, soy su madre. Y mi hija, su hermana.
Jamás podré olvidar la mezcla de sentimientos que me invadieron cuando lo tuve conmigo por primera vez. Cabía en la palma de mis manos. Tibio, mullido, respirando agitadamente, como todo bebé. Había nacido hacía apenas sesenta días, el 16 de Diciembre de 1994. Era un manojito de vida que tomaba bajo mi responsabilidad.
Pasaron más de diez años. Y si provocó desde un primer momento una gran ternura, ahora es alguien que se ha ganado un lugar de privilegio en mis recuerdos, en mi corazón.
Su primera noche en nuestra casa para mí fue traumática. Le hice su lugar en un rincón de la cocina. Durante el día nos dedicamos a jugar con él, y yo guardé la secreta esperanza de que tanto ajetreo lo hubiese cansado lo suficiente como para que cayese rendido de sueño después de comer. Vana ilusión.
Comenzó a llorar apenas me acosté. Intenté recordar cómo había hecho para que mis hijos durmiesen de noche siendo pequeños. Pero su llamado lastimero pudo más. Pasó por mi mente que la separación de su madre era un hecho demasiado trascendente, que extrañaba su olor, su calor. Y lo tomé en mis brazos, paseando de un lado a otro, acariciándolo, meciéndolo, cantándole canciones de cuna. Sus ojos se cerraban, aunque para abrirse inmediatamente cuando lo depositaba en su lugar.
Al amanecer, mientras yo tomaba una taza de café con él acostado en mi falda, se durmió. Entonces advertí que mi heladera no funcionaba bien. El motor se encendía para volver a apagarse continuamente, y eso lo sobresaltaba. Si hubiese cambiado la colchita de lugar, hubiéramos dormido los dos. Pero ya era otro día, y esa noche en vela había quedado atrás. El tiempo jamás retrocede.
A la noche siguiente, Guizmo no quiso quedarse solo. Evidentemente, mi compañía no le había disgustado. Luego de llevarlo repetidas veces adonde había puesto su camita, volvía a mi lado, hasta que me ganó por cansancio, y decidí que era preferible dejarlo dormir a los pies de mi cama. Cuando desperté por la mañana, había conseguido subirse a ella. Dormía profunda y plácidamente a mi lado. Entonces comprendí que su voluntad sería siempre superior a mi firmeza.
Guizmo no es el primer perro que comparte mi vida, pero sí la de mi hija. Diez años atrás ella era una niña, y podría decirse que crecieron juntos.
Siempre que cambiamos de casa tuvimos en cuenta la necesidad de espacio propio para él, llámese patio o balcón.
Y debo confesar que no lo eduqué con ahínco, mas lo poco que aprendió fue por su voluntad, no por mi dedicación a enseñarle. Excusas puedo inventar muchísimas, pero no son válidas. No lo eduqué como hubiera correspondido.
Lo que nunca le faltó, satisfechas sus necesidades elementales, fue amor. Recibió siempre un trato preferencial, y hasta le hemos festejado sus cumpleaños. Recuerdo que para el primero lució un gorro de cartón, y le hicimos un pastel pequeño de chocolate con una velita, que soplamos mi hija y yo. El estaba impaciente por comer su torta, y nos miraba sin encontrar sentido a las canciones y a los mimos. Sus ojos no se apartaban de ella.
El tiempo fue pasando y Guizmo envejeció. Tuve momentos difíciles en mi vida, y cuando mi angustia se convertía en llanto, él trepaba a mi regazo y con la lengüita secaba las lágrimas que rodaban por mis mejillas. Bajaba después de explicarle que estaba bien, y prometerle que no iba a llorar más. Pero me vigilaba, y viendo mis ojos húmedos, volvía a mi regazo una y otra vez, sin cansarse. Creo que pasó noches en vela por mí.
Pero además de cariñoso, era un bandido, y destrozó todas las plantas del balcón, sacándolas de la tierra para sentarse encima. Cuando lo busqué y lo vi cómodamente ubicado en un cantero, pudo más su carita pícara que mi enojo, y corrí a buscar la cámara para fotografiarlo. Sus hazañas fueron de distinto calibre, pero siempre con resultados nefastos. Así fue como tuve que tirar varios acolchados y un juego completo de sillones.
Pero no puedo olvidar su actitud cuando regresé de una intervención quirúrgica importante. No me había visto por algunos meses, y mi estado no era óptimo. El se sentó a mi lado sobre un sillón, apoyó cuidadosamente su cabecita sobre mis piernas, como si yo fuese de cristal, y me contemplaba, suspirando.
Debí guardar reposo bastante tiempo. Al terminar cada jornada, mi hija caía rendida, pero estaba Guizmo. Ella lo dejaba con la recomendación de avisarle si yo me movía o me quejaba. Así fue como, acostado al pie de mi cama, me observaba atentamente, sin desfallecer. Y corría a buscar a mi hija ante cualquier gesto alarmante.
Guizi, así es su apodo, siempre fue osado. No lo amedrenta que su porte sea pequeño, y en sus paseos intentaba socializar con otros perros. Al acercarse, si el otro animal no era amigable, lo enfrentaba saltando. Ahora que tiene sus años, se limita a emitir un gruñido y se aleja. A veces a mí me responde del mismo modo, como mascullando respuestas entre dientes.
Guizmo ahora tiene problemas de salud. Y es doloroso ver en sus movimientos la vejez, revelando que el paso del tiempo causa estragos. Ya no salta, ni corre. Se cansa mucho cuando salimos a pasear. Las caminatas son cortas. Duerme la mayor parte del día, sobre su colchita o en un sillón, siempre en posición fetal.
Conserva su cara de cachorro, pero tiene canas. Sus bigotes ya son blancos, pierde dientes, y tiene problemas cardíacos.
Recibe con alegría a quienes vienen a casa, y sigue siendo el guardián de los pasillos, gruñendo si alguien pasa por la puerta.
Pero no puedo menos que recordar la frase de Quino, cuando uno de sus personajes pregunta: “¿Entonces, el envase hay que devolverlo?”
No sé cuánto comprende él, pero yo veo que su ciclo vital está en declinación. Y duele profundamente.
Intento capturar momentos para atesorarlos, porque la vida se le está yendo lentamente, y deja reservado un lugar en mis recuerdos.
En eso consiste la inmortalidad: Estar presente en el pensamiento de quienes compartieron nuestras vidas. Y que esas evocaciones provoquen una tímida sonrisa, aunque los ojos se llenen de lágrimas.

Copyright 2005. All rights reserved




 

Comentarios

Aún no hay comentarios. Iniciá una conversación acerca de este tema.