El brillo de sus ojos (hocnet)

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@HOCNET

28/05/2006#N9893

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EL BRILLO DE SUS OJOS

A mi padre, que me enseñó a mirar más allá


El padre rodeó con su liviano brazo los hombros de la hija mientras caminaban bajo los árboles. La hija miraba al padre, y pensaba que al fin iba a poder descubrir un secreto de su propia boca. El sol rebotaba entre las hojas de la copa de la acacia y la fresca brisa de la mañana palpaba sus rostros, él era feliz ahora. Sobre el horizonte, a lo lejos, se elevaban unas pequeñas colinas entre verdes y amarillos incipientes, pero la imagen de Delma iba cubriendo su mente. Era una imagen de suaves y delicados perfiles donde se mezclaban dúctiles pendientes, rocosas aristas, el murmullo acariciador del arroyo y el leve canto del pájaro serrano.
Quería explicarle a su hija el camino recorrido, explicarle los intensos llamados de su interior y la claridad que reemplaza a la oscuridad o a la incertidumbre. Que esa mujer le había significado mucho y que ahora eso era concreto, era real, tan tangible como el ineludible derretimiento del hielo en la cumbre y la nieve de la ladera.
La calma del atardecer le recordaba las ondulantes sierras. Aún sentía el eco del bramido taurino, las sombras que avanzaban con lentitud cubriendo los sensibles verdes de los amplios cultivos y el revoloteo tenaz e incesante de la tijereta. Así quiero verla siempre, le comentó apretando su brazo contra ella, es la memoria hecha carne y luz, terminó la frase. Aprende a mirar con el ojo ancestral, le observó, cuando su hija quiso penetrar en lo oculto del horizonte. Eso lo aprendí de ella, por eso ahora disfruto más.
El emotivo encuentro se iba sucediendo junto con los hilos de sol. La hija nunca lo había escuchado hablar así. Lo miraba de reojo, veía felicidad, regocijo y una apacible calma interior. Era su padre que se abría como el blanco y perfumado jazmín en el final de la tarde.
Sentía que quería transmitirle algo, difícil e inasible, profundo, que trataba de emerger incontenible como aquellas antiquísimas rocas en lo recóndito del valle. Decidió seguir escuchando.
Nos sentábamos a esta hora y el silencio incentivaba y aguzaba nuestros sentidos, recordaba.
¿Sabías que a través del reflejo de sus ojos veía más claro el paisaje, el nítido perfil de la sierra y el movimiento del pájaro y la hoja en el frondoso sauce? ¿Sabías que cuando juntos caminábamos por el borde del sonoro río, el gemidor arroyo, o el tranquilo lago, se producía una cálida y secreta consonancia que pocos comprendían? ¿Sabías que esa territorial conjunción dejaba una sensación de plenitud en ambos que duraba un tiempo considerable y difícil de medir? Eso alimentó ese camino y esos llamados interiores. La hija volvió a mirarlo, pero fue breve, ya no era tan necesario mirarlo, lo sentía.
Quizá no haya sido la alta montaña, ni el extenso lago, ni el resonante río impetuoso lo que más influyó sobre ambos. Debe de haber sido sí el fácil perfil, la tenue ondulación, el murmurante arroyo y el frágil churrinche, o el vaporoso verde de la ladera serrana lo que determinó sus sentimientos hacia mí. Me costó un tiempo comprenderlo, penetrarlo y hacerlo mío, pero fue mío.
De tanto en tanto una fresca brisa que bajaba de la arboleda cercana se mezclaba con las palabras que brotaban mientras andaban.
Aprendí muchas cosas a su lado, mirándola y amándola. Aprendí que la roca emerge sólida de las entrañas, y se vuelve imperturbable y una sola con el tiempo. Aprendí que lo verde lleva en sí todo el impulso de la vida, la savia de lo que quiere surgir, de lo nuevo y lo inevitable. Aprendí que el río es impetuoso porque arrastra en su lecho, y en la corriente, la honda sabiduría de lo claro y transparente. Y, aprendí, por sobre todo, que las raíces van hacia lo profundo de lo vital y espacial. Que el hombre es eso, todo eso, se explayó ante la atenta y sorprendida mujercita.
La hija aprehendía ávida la sustancial energía que le iba llegando de esas expresiones, llenas de un vigor que pocas veces había percibido en otros hombres como su padre. Su joven mente trataba de abarcar en toda su dimensión cómo identificación y núcleo se correspondían en seres vivientes, y cómo los sentimientos enlazaban dos vidas a través de elementos de la tierra, del agua, de lo geográfico y ancestral. Todo iba más allá de lo que podía imaginar, y el trascendental horizonte, los azules y rojos del incipiente ocaso, más allá, se tornaban sentido y vibración.
Una grácil y ondulante hoja cayó delante de ellos, y el hornero inclinó curioso su cabeza observándola, mientras su pico amasaba incansable el fabril barro húmedo y esencial. El padre le señaló a la hija que miró la instintiva acción y comprendió aún más el sentido de las palabras que iba escuchando.
Un poeta de la tierra y el amor habló de “ardiente paciencia” comentó el padre cuando la hija dirigió su vista hacia la rama más alta donde el hornero sobre la rama aferraba su producción. Sobraban las palabras a veces entre ellos, y Delma cobraba su verdadera dimensión, pensaba ella. Más allá, una franja celeste de estilizadas nubes luchaba en el rojizo panorama de la tarde que se perdía paulatinamente.
Abrazó a su padre y rozó con su mejilla el paternal brazo que la sostenía, y comprendió, además, que su mundo se estaba formando, que debía transitar un largo y arduo camino para desafiarlo y pugnar por su felicidad. Entonces, se apartó suavemente y avanzó por el sendero hacia la costa. Cuando llegó dirigió sus ojos hacia quietas gaviotas que parecían dormitar sobre el marino oleaje costero, y lo recorrió todavía abrumada, henchida de sensaciones adelantadas, estremecida frente a la fresca brisa del mar. Una ola pareció, de pronto, agigantarse, la emoción la embargó frente al fenómeno, era una extraña cresta que contenía colores tenues y sonidos circundantes. Quiso contarlo, giró su cuerpo hacia donde había dejado a su padre y los vio a los dos, un sólo aleteo y dos pájaros insólitos, increíbles, que se elevaban contra el ocaso, sobre los frondosos árboles y la intensa pradera. Ahí terminó de entender el canto de su padre y el brillo de sus ojos.

 

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