Sobre un sencillo e irremediable final (hocnet)

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@HOCNET

28/05/2006#N9894

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SOBRE UN SENCILLO E IRREMEDIABLE FINAL
Una dolorosa historia de amor


Intenté varias veces. Por supuesto fueron intentos vanos. Luego me pareció que no había ya nada más que hacer. Así lo vi a los ocho meses más o menos… Sergio siguió contándome.
La ciudad se iba enfriando. El sol se hacía cada día más inestable y débil. Era la debilidad del atardecer del otoño ineludible, así lo pensaban todos.
Se iba acercando el día de mi partida o regreso, no sé. Una cierta resistencia impregnaba mis actos, y algo me decía que no iba a ser fácil o sencillo. Muchas veces titubeaba, dudaba, y esa sensación de parálisis lograba invadirme. Los rosados cubrían con delicadeza los cerros allende el lago. Era un rosado que presagiaba frío, desamparo y soledad.
Acomodé algunos libros, sujeté una caja, débil e inestable, y mi vista se volvió a clavar en esa imagen.
Emilce me llamó. Traté, de la mejor manera que pude de explicarle mis ideas al respecto, me preguntaba por Delma. Como siempre, recibí una pequeña burla y un tono de incomprensión que delataba eso mismo: incomprensión. Yo sabía que mucho no le importaba cómo evolucionaban mis sentimientos o mis contradicciones interiores. Tenía sus propios problemas, y sus propias contradicciones interiores. Siempre había sido así. Le costaba compartir o captar, más bien eludía esas cuestiones, quizá fueran demasiado pesadas para ella. De todas maneras algo me dijo. Se refirió a tener cuidado con dudosos apresuramientos y que no todo es así a veces, como uno cree que es. Una transparencia que se extendía de lado a lado cubría el lago en el borde opuesto. Lo hacía más claro y extraño, como mis inseguras sensaciones.
También pensaba volver a trabajar a la mañana siguiente, lo que implicaba que tenía afrontar la cotidianeidad, mi vida debía continuar si o si, y eso ya era mucho en esos momentos.
Habíamos charlado, recordaba, con Sansón, sobre los hábitos de la gran ciudad, sus imprevisibles costumbres y de cómo contrastaba con la pueblerina y rutinaria vida social de la pequeña ciudad donde yo me había criado. Eso es casi determinante, me dijo, seguro. El lago volvió a destellar y se movió mareándome, como si alguien de pronto te mueve el espejo donde una imagen que creías y veías segura se tambalea y te confunde.
Es inmodificable, siguió. Por algo lo llaman Sansón, pensé. Y continuó explicándome sobre los alcances de la virtualidad y el conocimiento de las personas a través de los medios electrónicos. Toda una cuestión de la modernidad y las relaciones humanas muy difícil de comprender. Por lo menos en esos momentos para mí.
Sabía, entonces, o creía saber ahora que debía irme. Dejarme de joder e irme.
Luego comencé a extrañarla, a extrañarla de nuevo. María me había dicho o me había hablado acerca de la paciencia, de los tiempos, y otras cosas más alrededor de mi existencia, que, por otra parte veía desorientada y a punto de vaciarse de nuevo. Intenté reflexionar sobre eso y lo encontré más sensato, incluso más humano. Pensé que las mujeres jóvenes, frente a las crisis son más fuertes que los hombres, todo un hallazgo, quizá. O sabían actuar mejor que los hombres cuando nos invade la zozobra.
Leonardo hubiera actuado distinto, pienso. Bueno, pero la decisión ya había sido tomada y no sabía hasta donde podía ser replanteada, hasta ese minuto de esa hora y de ese día al menos.
Toda esta incierta telaraña había comenzado ocho meses atrás repito. El lago tenía hoy un tono más acerado que de costumbre, largas sombras oscuras lo surcaban a lo largo, y ondas casi negras vibraban sobre la gris superficie. Más allá, los ignotos espacios serranos, entre densas moles terrosas como fieras aplastadas por su propia inconmensurabilidad, aguardaban pacientemente, sapientes, tranquilas, el paso del tiempo.
Sansón me explicaba que debía comprender las diferencias y los tiempos modernos. Algo a lo que yo me resistía. Debía, también seguir su ejemplo -no el de la madre-, el suyo y el de Lilí. La madre era otra historia, y otros tiempos.
Algo había aprendido yo a observar, a pesar de todo. Por la época, el arranque otoñal se notaba ya sobre las cumbres donde la nieve iba cubriendo con parsimonia, sin apuro, con surcos y manchas blancas las crestas escarpadas.
Otra caja se tambaleó sobre la inestable pila, apenas pude sujetarla ya que eran bastante pesadas e incómodas. Transmitían pesadez, desgano, falta de iniciativa, una sensación de dejar pasar el tiempo, sentir la paz de las altas cumbres, la calma de la acuosa superficie inmóvil, con sus silencios e imperceptibles movimientos. No quería seguir moviéndolas, quería que reposaran, que no molestaran más.
También se me ocurrió que algo no andaba bien. Una nubosa mole de tenues amarillos y naranjas incipientes se arrastraba ahora sobre una superficie tan aquietada y misteriosa como misteriosa era la idea del abandono y o el desarraigo cuando lo incomprensible nos invade antes de convencernos que debemos partir. ¿Partir? ¿Ahora? me había preguntado María. No te comprendo. Mi respuesta era incomprensible para ella. La misteriosa mole seguía arrastrándose, uniforme sobre el lago. Además iba cubriendo el cielo, apenas con alguna estrella.
La mamá –a quien Sansón en un momento dado llamó infantil, como un juez sobre el estrado a punto de fallar, me había preguntado qué pensaba de la vida, si creía que uno debía ganarse la vida y si era lógico interponerse frente a los destinos establecidos para algunas personas, coronadas de antemano por el éxito y ciertas dotes valiosísimas frente a la vocación manifiesta. Seguía sin entender. Aparentemente, yo era el responsable y adoptaba posiciones o actitudes anacrónicas.
Una pila de libros se deslizó, incontrolable, mientras un pequeño, punzante, agudo y brillante hilo de luz se iba filtrando por el borde de la ventana. El sol luchaba contra la gigante masa gris y a veces se imponía. El lago asistía impasible, inmóvil ahora.
Son cincuenta años, me dijo. Pensé en esos libros que irradiaban años de intensa dedicación. También me había dicho algo parecido María, pero incluyendo su mejor frase acerca de la naturaleza del equilibrio y la tolerancia, lo que la hacía inconfundible. Los cincuenta años pisaban con una fuerza terrible, parecían cuerpos tectónicos imposibles de medir y determinar. Se incrustaban en mi vida como agudas flechas que yo debía soportar pacientemente, con alegría y orgullo. Así lo había considerado la madre, y así lo había establecido Sansón.
Una tenue, rápida y refulgente imagen del viejo surcó el inmenso espacio territorial. Era como un llamado ancestral, un llamado vital, profundo, que me hizo transitar un camino de vuelta hacia lejanas raíces, y volví a mirar el lento andar de aquellas nubes oscuras, cargadas con algo más que meras gotas de agua, era la memoria en marcha, disparada y vuelta a traer hacia este incierto presente.
Le gusta reír, a carcajadas, comentó con una leve mueca de alguien que dejó muchas cosas atrás sin conciencia ni remordimiento. También divertirse. Salir, recibir amigos, toda una actividad social incapaz yo de asumir, dado el poco caudal o la pobre dote de ese tipo de actividades que poseía. Mis libros, mi cine, mis instrumentos informáticos, pertenecían a la asociabilidad de mi deforme personalidad casi pastoril. Creía entender eso. De nuevo un sutil y armonioso rayo impactó sobre el amarillo casi ocre de las hojas de un grupo de altos álamos cercanos y penetró a duras penas en el cuarto. A lo lejos se iban recortando con suma nitidez y pureza los contornos pétreos de la lagunosa ladera.
Pensaba, mientras tanto, que Leonardo estaba luchando a brazo partido tratando de desentrañar los misteriosos recovecos de la existencia humana, mientras yo aquí desentrañaba las formas prácticas del embalaje migratorio que en este caso se invertía ya que era como el retorno inesperado o nunca deseado. Calculé, entonces, con más razón, si las cajas, inermes, contemplativas, serían suficientes. Parecía que no.
Un pequeño mensaje de aliento me habían enviado, lo leí tratando de desentrañar su verdadero significado. O mejor dicho, qué fibras tocaban o hacían vibrar. Así eran los mensajes de Leo y Ana, breves, insinuantes, y por sobre todo no invasivos. Creo que comprendían la encrucijada, algo así habían experimentado y trataban de transmitirlo. Moví la última caja, era muy pesada, contenía más de lo que yo creía, y me había engañado. En alguna parte de mi cuerpo algo me dolió, pero por suerte pasó rápido y permitió moverme para continuar viviendo. A través de esa superficie invariable, hoy más que nunca, podía vislumbrar sendas acuosas y terrosas masas cada vez más rojas sobre el abrupto horizonte.
Los días se iban acortando, como era de esperar. Emilce me llamaba y me pedía precisiones, cada vez más insistente. Algo que yo no le podía dar. La cuestión política de… no alcanzaba a resolver. Me resultaba difícil en esos momentos armonizar o conciliar mis propias convicciones, las del entorno familiar y las que continuamente me querían, con perspicacia, imponer. Había tratado de ser claro en algunas conversaciones, pero ahora sentí la impresión de no haber sido lo bastante preciso. El día de hoy estaba pagando las consecuencias. Los filosos picos, como agujas siempre dispuestas, esperaban amenazantes el paso de las caliginosas masas para desgarrarlas como siempre, eternamente. Alcanzaba a divisar este fenómeno y me producía una inconfundible sensación de permanente transición y fugacidad. Hilos grises mezclados con ovales jirones del azul intenso del cielo que apenas asomaba se deslizaban suavemente sobre la apacible porcelana, cristalina y absorta.
Sabía que ella se refugiaba en lo de su hermano. No tenía bien en claro ciertos roles. Era un acercarse y un alejarse permanentes, sentía que llenaba un vacío y que de pronto ya no era necesario, y que otros intereses ocupan esos espacios afectivos. Una caja con viejos papeles –no sé si inservibles, o que algunas vez sirvieron-, quedó tambaleándose y apenas pude retenerla con cierto esfuerzo. Debía definir esas cuestiones ya casi vitales para mí a esta altura de los acontecimientos. Tome otra pila y la acomodé asegurándola de otra manera, más juntas unas de otras. Luego, miré por la estrecha ventana y sólo una cuadrícula hotelera de despersonalizadas aberturas se plantó frente a mí. Me produjo la sensación de soledad más dolorosa que tuve en esos últimos meses.
Quizá la cosa pasaba por no hablar muy en serio nunca. Sansón me había dicho, entre otras cosas, que no tenía la cuota de buen humor que tenía que tener, habían sido criados para la diversión y la alegría permanentes (si eso puede existir). Además, como se avecinaban meses duros, del invierno cordillerano, no era cuestión de hibernar tontamente, había que estar permanentemente alegre, sentenció.
Otra era la paz del sosiego profesional, así lo llamaba cuando todo estaba preparado, todo condicionado y todo sobreentendido para un buen desarrollo que debía coro-narse con el éxito sin dudas, en esta confinada ciudad rodeada de montañas y bellezas naturales turísticamente inamovibles. No valía la pena tronchar semejante tesoro de milenaria y abismal sapiencia. Además, había intereses bien concretos que valía la pena considerar. Lilí los tenía indudablemente.
A medida que transcurría el día las nubes eran cada más densas y presagiaban nieve. Sólo la temperatura no era la adecuada. Parecía como que al sol le costaba asomarse, e irradiaba una tenue luminiscencia que se expandía hacia el este, y producía arroyos iridiscentes sobre la tersa brillantez del espacio acuático. Todo era indefinido hasta ahora. La luz, el lago, el fondo gris-terroso de los cerros, el frágil celeste del cielo otoñal, las acuosas nubes que se deslizaban silenciosamente, la discontinua luna irradiando una fría luz, las cajas que me rodeaban, las paredes que se iban vaciando, los pocos libros desparramados esperando, mis pensamientos, mis movimientos indecisos y aletargados, todo. Las sombras proyectaban opacas figuras en mi entorno, eran simples copias de mis impresiones y luchaban por estar ahí, en mi interior.
Ella es así, había insistido en varias oportunidades. Es la vida de la gran ciudad. Los cafés, las reuniones y los encuentros en los lugares más inesperados, las situaciones imprevistas y las notas avisando repentinamente los cambios de planes. Es así, son muchos años, no podés cambiar eso así, tan simplemente, sin ocasionar un conflicto interno en su personalidad. Además sus tres parejas tuvieron que amoldarse, acostumbrarse, o abandonar pensé. Un último jirón de grisáceo resplandor cubrió parte de la pared opuesta y oscureció un poco la habitación, ya bastante pequeña por donde me iba acomodando.
Ya casi había ultimado algunos otros detalles con la empresa mudadora. El día, la hora, los bultos, el recorrido, la llegada. Incluso con Leonardo hablamos sobre ciertas necesidades inmediatas para mi retorno. También Leo y Ana me habían ofrecido generosamente –como siempre- su apoyo para ultimar esas cuestiones. Siempre pude sentir, en mis momentos críticos, una cálida y concreta corriente de desinteresada solidaridad de parte de esos hermosos personajes. Y, esa imagen, rápida, intensa y profunda irrumpió en ese momento. Era de nuevo el viejo. Sólo atiné a pensar pobre viejo.
La noche es muy particular en estos parajes, donde la montaña impone densas y oscuras moles rodeando la ciudad, como míticas siluetas de antiquísimas representaciones.
Mañana será otro día y me fui a acostar pensando en lo trabajoso que iba a resultar dar por finalizado todo esto.
Transigir, tenía que pactar o convenir. Me dormí pensando en lo peligroso de esos términos. Y más en boca de Sansón.
El día siguiente fue sábado. Levantarme un poco más tarde solía ser placentero, permitía despreocuparme, despejar mi mente. Un sólido rayo del sol mañanero penetró por una pequeña hendija en la ventana situada justo frente a la cama. Volví a pensar en ella, solía acurrucarse sobre mi costado, y así sentía su tibio cuerpo y su cariñoso despertar, porque era un despertar lleno de entrega y ternura, era así. Pensé, también que si esa luminosidad se escurría de esa manera el día iba a ser bueno, a lo mejor más cálido que ayer y menos oprimente. Presentía que la marcada nitidez de los cerros contrastaba con el confuso torbellino que se iba estableciendo en mi cada vez más caótica interioridad.
Las cajas seguían donde debían estar o no estar. La brisa lugareña esparcía perfumes y aromas que se mezclaban con las fragancias de ella. La montaña tenía –ahora reconocía- olores de árboles y flores inconfundibles. Cuando la tenía cerca emanaba la misma frescura y sentía el templado y dulce contacto de una piel incorporada a mi propia piel.
Algunos cuadros, de ella sobretodo, quedaban, permanecían y no quería tocarlos.
María continuaba mandándome mensajes donde trataba de entender mi agitación y recelo. Era difícil ahora responder con claridad esos interrogantes. Su imagen se iba instalando más asiduamente, mejor dicho, no me abandonaba, hubiese querido responderle. Pero seguía no siendo sencillo llegar a ese nivel de sintonía con mi hija. Aquí no tenía a quien decírselo.
Pero de pronto me dejaba. Otras sensaciones amargas reemplazaban y luchaban con empuje esas indecisas percepciones. Las filosas crestas deshacían esas compactas formaciones, era otra lucha, era otra dimensión.
A esta altura la nieve iba cubriendo minuciosamente los cerros que todavía no veía. Nívea, nacarada, incólume, tersa, límpida, nítida, su femenina figura llenaba cada minuto de la tensa espera. Cada hueco, cada espacio se iba tapizando con repenti-nos recuerdos, así como la montaña iba rellenando sus rocosos vacíos a medida que se acercaba el invierno. Por momentos creía vislumbrar un reflejo azul cristalino sobre su pupila. Conos de blancos brillantes iban esparciéndose en el lacustre horizonte mientras mi memoria incursionaba el fondo de mis indecisiones. Era una presencia incontrolable la que me invadía y cuestionaba la razón de mi permanencia en aquella ciudad.
Apenas podía moverme por la habitación sin tropezar a cada momento con una caja. Había algo en el entorno que me hacía sospechar que estaba equivocado en cuanto a mis apreciaciones sobre los reales motivos que me habían impulsado a abandonar aquella pequeña ciudad del sur bonaerense. De pronto tenía miedo de discutirlo con Daniel o Leonardo, ambos no conocían cabalmente esas razones.
Bajé otra pila de libros, eran los últimos, parecía, para acomodarlos en otra caja que hacía un rato había conseguido en el supermercado. Así se iba acercando el día, o sea mi partida. Otra masa gris tornasolada cruzaba plácidamente por sobre aquellos picos que parecían inaccesibles, como me parecía a mi inalcanzable e incomprensible un marco de seguridad emocional a esta altura de mi vida.
Bajé las escaleras –unos cuantos escalones solamente- hasta alcanzar la puerta de salida del edificio…
Hasta ahora, o hasta aquí todo bien. Así creía. Me encaminé hacia el supermercado, caminaba sin mirar nada, con la mirada en un punto indeterminado, el recorrido, por supuesto ya lo había hecho innumerables veces. Era una arteria importante, desde el punto de vista turístico, pero me causaba una desagradable sensación. Me sentía un perfecto extraño. Por el fondo de una calle transversal el lago reverberaba, y más allá una masa rocosa imperturbable, detenía la mirada y el horizonte concluía irremediablemente. A veces pensaba si no era mi propio horizonte el que finalizaba y me limitaba, o se constituía en una pared insalvable que ponía a prueba mi destino o lo que quedaba de el.
Me gustó el lago cuando lo vi por primera vez. Ahora ya no lo veía de la misma manera. Creí haber avanzado emocionalmente cuando la vi venir y una tenue sonrisa se dibujaba en su rostro. De pronto un peso enorme me abandonaba. Le había hablado por teléfono y le había explicado –yo todo lo explicaba- que juntos era mejor, era el destino escrito que así lo indicaba. Pero no me había creído, no había dado crédito a mis palabras. De nuevo una imagen de crónica inestabilidad le había advertido que no era así, que la duda invadía su mente y sus sentimientos, por lo que parecía que ya estaba condenado, es decir yo ya estaba condenado. Sansón había triunfado, o al menos había logrado tener razón hasta ese momento. Así que cuando la vi venir apenas sonriente, le hablé y retornamos juntos al departamento, para iniciar una nueva vida. Al fin y al cabo Sansón debía ahora comprender que no todo es lo que parece ser a primera vista. Uno de los últimos rayos –el sol no era totalmente amarillo ahora- débil en sí mismo rebotó sobre la superficie de esa acuosa masa y se incrustó en el edificio al que nos dirigíamos. Presagiaba algo, pensaba, mientras caminábamos cada vez más rápido.
Debía replantear todo este asunto de las cajas, amontonadas, inestables –como yo- y acomodar todo donde siempre debió estar, contradiciéndolo a Sansón entonces.
La geografía comenzó a interesarme, desde ese día un poco más. Me gustaban las caminatas entre árboles añosos y matorrales espinosos, el sonido vidrioso, diáfano y fresco del río límpido sobre la piedra, y el pájaro confiado, observador sobrevolando nuestras cabezas.
El blanco manto se extendía cada vez más sobre el escaso horizonte, el invierno daba señales inequívocas e ineludibles de su presencia, y creí sentir que al fin podía empezar a confiar.
María, recuerdo, me había hablado de paciencia, y otra vez su imagen, como aquel río, se presentó límpida, transparente. También recuerdo que le había hablado de mi excesiva confianza, de los distintos modos de amar, y de las distintas concepciones sobre la vida que uno adopta con el curso de los años. Me había contestado que si, que así era, pero que como todo se construye de a dos, tampoco uno sabe, o que a veces no parece ser lo que aparenta ser.
El lago tragaba todo, y los cerros imponían sus incuestionables límites.
La polaridad y la aceleración resultaban ahora dudosas. La estulticia dominaba cada acto, cada frase, y la risita fácil y rápida denotaba cierta ingenuidad sospechosa. Empezaba a creer que detrás de todo había una alta cuota de tontería e infantilismo que trataron de darle fundamentos médico-científicos donde no los había, y con eso justificaban despistes y torpezas que a veces lastimaban, y mucho. De otra manera no se comprendía o no iba a comprender nunca ciertos impulsos e iniciativas inconsultas de estos últimos meses.
Decía que el lago era un gran pez voraz, insaciable, infinito, dentro de murallas in-franqueables, y cercos pedregosos inaccesibles. Debías someterte un poco a esto. Sansón así me lo había tratado de explicar. Lo comprendí, tardíamente, pero lo comprendí.
También comprendí que no era para mí, que era muy difícil que me sometiera así como así. Y traté de explicárselo a ella. Me dijo que si, también, que lo entendía. Pero que yo debía hacer un esfuerzo pedregoso para lograr que ella lo asimilara. Y pensé que lo mejor era que me internara o me confundiera materialmente con el entorno y desapareciera como la piedra primordial.
No creo que lo entendiera al fin. Mis palabras a veces sonaban vacías, huecas, no llegaban a destino. No sé por qué. Hacía un esfuerzo inconmensurable para hacerme transparente, pero no recibía la misma respuesta. Nunca sabía hasta dónde llegaba su sinceridad. ¿O era la falsa polaridad? A veces creía que su mente avanzaba en una sola dirección, una dirección que no respetaba nada, imparable, incontrolable, imposible de predecir.
Emilce dejaba esta ciudad, en realidad ya la había dejado. Ahora se encontraba en Montevideo, había cambiado de empresa, y yo no sabía a ciencia cierta qué trabajos debía realizar ahí. Significaba que, y ahora lo comprendía, que yo me quedaba solo en esta ciudad que cada día menos me agradaba. De alguna manera me recordaba día a día ciertas cosas que podrían no ser esenciales en algunos casos.
Éste era uno de esos casos. Discutía que no era cuestión de tomar decisiones definitorias, concepto que me lo reiteraba permanentemente, aunque él no seguía sus propios conceptos.
Leonardo, en cambio me aleccionaba sobre la tolerancia y los imposibles intentos de adaptación a ciertas edades. Todo como respuesta a la explicaciones o impresiones que le transmitía cuando su hija, la pequeña Cloe, la porteñizaba con su presencia y demandas a veces inexplicables. Todo un enigma, le contaba. ¿Cómo puede una persona querer transmitir una cierta imagen y por el otro regresar a hábitos y costumbres ya discutidos y resueltos, al menos en apariencia? Sólo tenía una explicación, y Sansón, alegremente, me la había develado. Son muchos años, estúpido, me había dicho. Creo que tenía razón. La porteñización es un fenómeno difícil de extirpar, creía.
Mientras tanto, pequeños copos revoloteaban, también inexplicablemente, a través del tornasolado celeste de la ventana. Todo costaba comprender, la regresión (porteñización), la nieve sobre el algodonoso cielo manchado de luz solar, y los estantes llenos de libros que invitaban a dejarlos como estaban o bien desparramarlos para no sé qué.
Al fin todo se dio como debía darse. Rompimos un día en que se notaba claramente que ella tenía otros planes. Personales, individuales. Quería dar cursos en Ushuaia, una ciudad muy al sur y muy lejos de esta otra. Creo que así demostró sus verdaderas intenciones con respeto a la pareja. No la culpo, pero debió haber sido más clara antes, y nos hubiéramos ahorrado muchos sufrimientos. Pero así estaban ahora las cosas, y no habría vuelta por lo visto.
Yo, por mi parte inicié, otra vez mi camino de retorno.
(Al final se suicidó)


 

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